La mujer ha establecido una especial relación con el cuidado de la vida más vulnerable durante toda la historia de la humanidad hasta nuestros días. Siempre ha habido y hay, aunque en proporciones muy desigualmente repartidas, mujeres dedicadas al cuidado profesional y también al cuidado domiciliario de las personas enfermas, ancianas, discapacitadas, de los niños.
En la actualidad, es claro el papel de cuidadora que acapara la mujer tanto en el ámbito del cuidado domiciliario como en el cuidado profesional de las personas vulnerables. Algunos datos: en 2016, el 70,71% de los estudiantes de todas las disciplinas que conforman las Ciencias de la Salud en España eran mujeres. Si miramos más específicamente la profesión enfermera, profesión por y para el cuidado por excelencia, las cifras son aún más llamativas: las mujeres enfermeras son un 84,24% del total en 2015; y cuando se trata de colegiados con título de matrona, llega a alcanzar en ese mismo año el 94,04%. Respecto al cuidado domiciliario, las cifras hablan solas: las mujeres suponen el 60% de los cuidadores principales de personas mayores, del 75% de las personas con discapacidad y del 92% de quienes precisan cualquier tipo de atención y cuidado.
Y no es una cuestión nueva. A lo largo de la historia la mujer siempre ha estado presente de manera significativa en el cuidado de la vida vulnerable. Su figura ha sido fuente de esperanza para los desesperanzados en figuras femeninas como diosas de la salud o protectoras de muchas enfermedades o de trances importantes en la vida del ser humano. También han sido mujeres las que se han dedicado casi en exclusiva a la atención de la salud de otras mujeres y de quienes no podían pagar un médico. Y, finalmente, tampoco han faltado nunca mujeres que se han formado para poder servir desde lo mejor que los conocimientos médicos de su época y cultura podían ofrecer, si bien de forma minoritaria.
¿Qué significa este ancestral interés de la mujer por cuidar la vida más vulnerable? Varones y mujeres respondemos de forma diferente a las cuestiones que éticamente nos interpelan. Diferente no significa mejor, ni mayor, ni más importante, sino que la respuesta es simplemente eso, distinta.
Todos nosotros, varones o mujeres, hemos de aprender a armonizar en nuestras opciones éticas la justicia con la solidaridad, la igualdad con la preferencia por los más desfavorecidos, la imparcialidad con el contexto. Ojalá, algún día, propuestas como ésta carezcan de sentido porque todos, varones y mujeres, somos capaces de acercarnos a la vida vulnerable para ofrecerle los cuidados, la atención y la acogida que necesitan. Porque, no lo olvidemos, todos nosotros nos encontraremos algún día al otro lado de esta reflexión, esperando una mano amiga que nos cuide, sea cual sea su género, su edad, su procedencia o su cultura.
Mª Carmen Massé García, Universidad Pontificia Comillas: Cátedra de Bioética y Profesora de la EUE y F San Juan de Dios